viernes, 14 de septiembre de 2007

MARIA

En tiempos de guerra muchas personas viven sus vidas como si estuvieran muertas, pero muchos muertos siguen queriendo permanecer como si estuvieran vivos.



María había llegado vivir a nuestra casa en el año que la guerra inicio. Sus padres y hermanos habían fallecido en el primer operativo del ejército en el cantón El Progreso y siendo mi mamá su madrina, le correspondía acogerla, velar por su bienestar y hacer de ella “una buena cristiana”, como lo había prometido el día de su bautismo.
Tenía yo 8 años y veía a María con sus 16 años como una verdadera gigante. En realidad era muy alta, delgada como vara de castilla y blanca, blanca, blanca, como leche recién ordeñada. Esa palidez se veía acrecentada por una tristeza permanente en su mirada. Nunca sonreía y al tratar de sostener una conversación, solo respondía con monosílabos. -Si, no y ajá- eran las palabras que mas amaba.
Al llegar la noche, cuando todos dormían, la escuchaba sollozar… era un lamento silencioso, que se prolongaba hasta que mi cansancio de niño me vencía.
Al pasar el tiempo, empezó a ayudar a la muchacha con los oficios de la casa. Le gustaba barrer y trapear. Después le tomo amor a todos los quehaceres, le dijo a mi mamá que se deshiciera del servicio, que ella se iba encargar de la vivienda y de nosotros.
Realmente ni Ángeles, ni yo necesitábamos niñera y Alberto y Jorge ya eran más altos que María, igual que Antonio, un primo del pueblo que por motivos de estudio también había hecho crecer nuestro circulo familiar.
Aunque pasaba más tiempo ocupada, su tristeza fue cada día en aumento; hablaba sola, pero como si en realidad alguien la escuchará. Sus sollozos pasaron de ser in entendibles, a suplicas silenciosas pidiendo que por favor se la llevarán.
Mi mamá pensó que su pobre ahijada se estaba volviendo loca, que el hecho de quedarse sin padres y sin hermanos, había provocado una especie de alucinación por los seres perdidos.
Pero no se estaba enajenando, ni estaba sola. Nada más, habían escuchado sus ruegos.

Con un toque de queda que iniciaba a las 6 de la tarde, el único entretenimiento que teníamos todos los vecinos de la Río Grande era la televisión. Las telenovelas con sus temas de campesinas convertidas en princesas, era el tema preferido de la mayoría y el sueño de todas las jóvenes, que igual que María habían dejado sus vidas de la campiña, y ya sea por la guerra o por necesidad de trabajar, ahora se entretenían y soñaban vidas que nunca podrían tener.

Ese mes una telenovela había roto todos los moldes anteriores. “Cumbres Borrascosas”, nos llenaba de miedo. Cada noche, a las nueve en punto, nuestros corazones infantiles y juveniles se inundaban de adrenalina y de terror. Nos encantaba esa novela y nada distraía nuestra mirada del televisor, ni el ruido de las bombas y balaceras lejanas, ni el calor sofocante de San Miguel.

Esa velada, nuestros ojos clavados en los personajes de la ficción, fueron distraídos por algo que vimos en la puerta que daba al patio, justo atrás de la salita de la pequeña biblioteca.
La luz dentro de la casa contrastaba con la oscuridad de afuera. Junto a esa puerta no se tenía que ver absolutamente nada, pero en ese momento algo se movió… el silencio nos inundó, la adrenalina y terror de una telenovela irreal tomaba forma real. La primera duda de que alguien se había asomado a esa portal fue disipada, cuando mis ojos de niño vieron nuevamente cruzarse en el patio a una mujer vestida totalmente de blanco, alta, pálida, sin un rostro reconocible pero con un pequeño brillo que hacía que resaltará en la oscuridad reinante.
-Es María- pensé, con la diferencia de que esa visión hacía que mis pequeños pulmones se quedarán sin aire, y a juzgar por la ausencia absoluta de sonidos, había producido el mismo efecto en toda mi familia.
Las voces en el televisor habían pasado a ser nada más un susurro y la atención era ahora esa puerta y la mujer blanca. Los minutos se volvieron siglos y finalmente apareció nuevamente. No se cruzo el patio, sino que se paro justo a la entrada, a tan solo veinte metros de nosotros... nos miro con su cara sin rostro, sus ropas flotaban sobre su cuerpo semitransparente, el pelo le cubría unos ojos que no existían, las manos extendidas... llamándome, llamándonos…
-María, ¿porque no entras a ver la novela?-
Fué la pregunta angustiosa de mi mamá.
En ese pequeño segundo nuestros corazones se sintieron aliviados...
Hasta que María le contesto sentada justo atrás de todos y con una sonrisa en los labios:
- Si yo aquí estoy adentro madrina-
Como impulsados por un resorte mis hermanos mayores y mi primo corrieron al patio. La tinieblas del lugar solo eran iluminadas por una pequeña luna de cuarto creciente. No había ninguna mujer.
Pero atrás de nosotros, estaba la silla, aun caliente, donde cada noche María nos había acompañado a ver sus sueños…
Jamás la volvimos a ver y jamás volvimos a ver ninguna novela.

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